martes, 14 de junio de 2011

Cara o cruz

Era el momento decisivo. Debía tomar una decisión, pero ¿cuál? Ése era el problema. Ahí estaba, sumergida en un paradigma de incertidumbres, ante el peligro.  Como si tuviera que escoger entre uno de los libros del poeta maldito o Pablo Neruda. Era una difícil elección. Y es que cuando se me presentaba una situación como ésta, lo único que sabía hacer era dejar pasar el tiempo, sin arriesgarme, sin intentar afrontar el peligro y dejar volar los pájaros.
Me encontraba sola en medio de una especie de palacio. No sabía que era exactamente. Solo sabía que estaba sola. Desde siempre me han aterrado los espacios grandes, aislados y sin ruidos. Por eso vivía en la zona más turística de París, para estar siempre rodeada de elementos, de individuos, de sujetos.  No era capaz de afrontar una realidad como la que estaba viviendo.
Bloqueada, aterrorizada, llena de pánico, miedo y cobardía. Así era yo delante de un problema. Sólo hacía falta echarle valor, un buen par y tirar hacia delante. Pero todo resultaba muy fácil decirlo, lo difícil era llevarlo a cabo.
Me quedé sentada en un pequeño peldaño de aquella grandiosa mansión durante muchas horas. Para mí, incluso, parecían semanas. Pero era cierto, me encontraba entre aquellos ambientes en los cuales solía frecuentar: entre la soledad, la cobardía, la amargura y la desconfianza. Aquéllas eran algunas de las atmósferas en que danzaba día sí, día no. Otras sólo eran conocidas, como aquellas que acostumbraban a llamarse  esperanza o satisfacción.
La solución era fácil: salir de esa extraña mansión, echar a correr para abrir la puerta y encontrarme con lo que fuera, tanto si podía encontrarme en medio de la nada o podía estar rodeada de grandes edificios y aglomeraciones. No obstante, otra de las opciones me llamaba más la atención. Esperar y ver lo que podría pasar. Seguramente no tendría que esperar mucho, tal vez un par de horas o un día.
Era el momento. Suerte que podía dejar la elección de mi destino a mi querido “cara o cruz” de una moneda. Tiré la moneda al aire a una medida considerable, ni muy alta ni muy baja, la moneda iba girando, y girando y girando… hasta que por fin cayó al suelo.
- ¡Buenos días, son las nueve de la mañana! Estamos en ‘Radio France’ y durante las próximas dos horas estaremos a vuestro lado ofreciéndoos una gran variedad de música.
De repente me levanté y miré a mí alrededor. Todo parecía estar en su sitio. Incluso la moneda seguía arrinconada en el fondo del monedero.
Al menos por una vez pude librarme de aquella situación, aunque no tardaría mucho tiempo en volver a jugar y dejar el destino en manos de una cualquiera. 

miércoles, 8 de junio de 2011

Fresas y a lo loco

Dos huevos, cincuenta gramos de mantequilla, medio quilo de fresas, harina, levadura, mermelada de fresa y coñac. Lo tenía todo colocado encima de la mesa de mi caótica cocina.
Quería preparar una buena tarta de fresas para celebrar el fin de mi tercer año de carrera. Así que cogí mi antiguo tocadiscos, lleno de polvo y mugre, y puse mi preciado vinilo que heredé de mi bisabuelo. 
Empecé cortando a rodajas aquellas jugosas fresas que recogí de mi diminuto balcón. Tenían un rojo muy llamativo, unas hojas verdes y brillantes, pero a su vez un poco pálidas, y un aroma que me producía un cosquilleo en la nariz cada vez que disfrutaba de ese festín. 


Eran las ocho y veintitrés de la tarde y el sol estaba empezando a ponerse por su habitual lugar: entre el oeste y el sur de París, por La Défense. Veía que los segundos iban pasando y yo continuaba preparando la tarta, pero el teléfono no sonaba. ¡Ese maldito teléfono no sonaba! Estaba esperando una llamada desde hacía tres días, dos horas y diecisiete minutos. Podrían haberse olvidado, o podrían haberse equivocado al apuntar el número,  o incluso, y en el peor de los casos, no querían haber llamado. Aún así continué preparando lo que iba a ser mi primera tarta de fresas. Ahora sólo hacía falta esperar cuarenta y cinco minutos para que pudiese degustarla. 
Entre mi frenesí causado por el agradable sonido que estaban percibiendo mis oídos, el fascinante olor que producía mi tarta y los cinco vasos de coñac que bebí, mi cuerpo flotaba en lo más alto, como si en aquel mismo instante me hubiera inyectado un poco de polvo por la basílica. Llegando al momento cúspide, de máxima felicidad, al nirvana.