miércoles, 8 de junio de 2011

Fresas y a lo loco

Dos huevos, cincuenta gramos de mantequilla, medio quilo de fresas, harina, levadura, mermelada de fresa y coñac. Lo tenía todo colocado encima de la mesa de mi caótica cocina.
Quería preparar una buena tarta de fresas para celebrar el fin de mi tercer año de carrera. Así que cogí mi antiguo tocadiscos, lleno de polvo y mugre, y puse mi preciado vinilo que heredé de mi bisabuelo. 
Empecé cortando a rodajas aquellas jugosas fresas que recogí de mi diminuto balcón. Tenían un rojo muy llamativo, unas hojas verdes y brillantes, pero a su vez un poco pálidas, y un aroma que me producía un cosquilleo en la nariz cada vez que disfrutaba de ese festín. 


Eran las ocho y veintitrés de la tarde y el sol estaba empezando a ponerse por su habitual lugar: entre el oeste y el sur de París, por La Défense. Veía que los segundos iban pasando y yo continuaba preparando la tarta, pero el teléfono no sonaba. ¡Ese maldito teléfono no sonaba! Estaba esperando una llamada desde hacía tres días, dos horas y diecisiete minutos. Podrían haberse olvidado, o podrían haberse equivocado al apuntar el número,  o incluso, y en el peor de los casos, no querían haber llamado. Aún así continué preparando lo que iba a ser mi primera tarta de fresas. Ahora sólo hacía falta esperar cuarenta y cinco minutos para que pudiese degustarla. 
Entre mi frenesí causado por el agradable sonido que estaban percibiendo mis oídos, el fascinante olor que producía mi tarta y los cinco vasos de coñac que bebí, mi cuerpo flotaba en lo más alto, como si en aquel mismo instante me hubiera inyectado un poco de polvo por la basílica. Llegando al momento cúspide, de máxima felicidad, al nirvana. 

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