sábado, 23 de julio de 2011

Delirios y perturbaciones mentales

Aspiré profundamente durante un par de segundos y luego me acomodé en la silla del balcón. Desde éste se podía observar gran parte de los inmensos barrios de París ya que vivía en uno de los pisos más altos, pero más cutres del cuarto distrito. De tal modo que no estaba a la vista de cualquier individuo. 
El sol estaba radiante, sudoroso y ardiente. Incluso las hojas de mi preciada fresera goteaban. Pero a pesar del bochorno que se cocía entre aquellas calles, el agradable calor que desprendía el sol era soportable. Entreabrí los ojos, no demasiado, sólo lo justo para que aquellos rayos pudieran encontrarse con mi retina. Entonces fue ese momento en que todo cambió. Sólo tuve que esperar unos segundos hasta que se acomodaran y empezasen a experimentar nuevos estímulos, nuevas vistas. 
Primero, se iba haciendo cada vez más oscuro, pero siempre manteniendo el dibujo circular, mostrando sus distintas formas de su interior. Cuando ya pasaban unas milésimas de segundo, acababa por adaptarse a toda la superficie cubriéndose uniformemente. Y fue en ese instante cuando cientos, millones, por no decir infinidades, de tonalidades verdes, azules y moradas aparecieron con intensidad. 
Era como dejar la mirada fija en un punto. Los ojos empezaban a humedecerse poco a poco y la imagen nítida que habías apreciado instantes antes, había desaparecido para convertirse en una copia mal hecha, borrosa, imprecisa y confusa. 
Experimenté una de las sensaciones más increíbles de mi vida. Era algo difícil de expresar, de explicar y de poder comprender y sólo llegaría a entenderlo alguien que hubiese vivido la misma experiencia. 

Por la tarde antes de volverme a encontrar con Joé y Adrienne, aproveché para escribir cinco líneas en el cuaderno. Fue Adrienne quién me lo compró. Ella decía que desde pequeña tenía presentimientos de personas que el azar iba escogiendo. Al segundo día de haberme conocido me lo regaló. Me dijo que creía ver una escritora frustrada en un cuerpo raquítico con poca seguridad. Mucha gente creía que Adrienne era una simple loca que le gustaba llamar la atención con sus intuiciones, pero para mi Adrienne era única. Tenía una personalidad que poca gente podía abastecer, era una fanática de la novela negra, pero sobretodo era una apasionada de Louis Amstrong. 
No solía escribir mucho en el cuaderno, pero de tanto en tanto me apetecía pensar en algo y plasmarlo en aquel papel grisáceo, de poca calidad y rugoso.

viernes, 1 de julio de 2011

Entre el sol y el chapuzón

Era mi momento preferido. Sumergida a unos pocos centímetros del oxígeno me encontraba aislada de cualquier adversidad. Allí dentro estaba relajada, calmada, tranquila y feliz. El sonido que producía mi mano al moverse en contra de la fuerza del agua era fantástico. Sentía que los rayos del sol travesaban la pequeña superficie para encontrarse con mi deslizante piel. Incluso si paraba a escuchar, podía recordar la melodía que estaba sonando en el tocadiscos. Durante unos minutos me gustaba dejar la mente en blanco y flotar en aquél diminuto espacio.

Después de un buen rato, acababa aclarándome el jabón de los pies.
Siempre me ha gustado recordar los chapuzones que solía darme en la piscina de casa los abuelos en Sainte Marguerite sur Mer cuando tenía ocho años. Luego iba con Cristina, mi prima que era tres meses y dos días mayor que yo, al congelador para coger nuestros helados preferidos: un polo de fresa y limón.

Cuando ya había acabado de vestirme y encenderme el cigarrillo, recibí una llamada. ¡Al fin era la llamada tan esperada! Sinceramente, me decepcionó un poco el motivo de dicha llamada, pero luego pensándolo fríamente encontré el gustillo que le podría sacar a tal actividad. Pensé que la llamada sería un premio: unas vacaciones con todo incluido a Puerto Escondido, en México, pero resultó no ser así. Debía de ayudar a mis padres a limpiar el desván. Eso significaba que tendría que pasar largas horas de sufrimiento. El desván de casa no se había limpiado desde que decidí iniciar mis propias aventuras, hace ya unos diez años.
Lo que más pereza me daba era tener que decidir qué cosas me llevaría. Me solía costar bastante desprenderme de los abundantes recuerdos que reposaban en aquellos armarios, estanterías, cajas... Por otro lado, volvería a encontrarme. Volvería a descubrir aquella maravillosa realidad paralela donde el tiempo se para, no tiene valor, ni sentido alguno. Olores, sonidos, sabores, colores, melodías, texturas, pensamientos, y un sin fin más de sensaciones me bombardearían continuamente.
Era domingo por la tarde, así que podía disfrutar de una tarde tranquila con Adrienne en nuestra cafetería favorita: Un chien andalou. El propietario de ésta era un fanático del surrealismo y del arte en general, por eso Joé bautizó la cafetería con tal nombre. Solíamos ir con frecuencia a ese pintoresco local, no sólo por la agradable compañía y los deliciosos cafés que Joé nos servía, sino que además podíamos curiosear las diferentes obras, que estaban dispuestas en las distintas paredes de la cafetería, de  pintores amateurs, entre ellos el mismo Joé. El ambiente que se respiraba en ese local no era lo único que nos atraía hacia él. Estar allí nos producía una sensación de placer y magia. Era algo que sólo unos pocos privilegiados teníamos el honor de percibir.