viernes, 1 de julio de 2011

Entre el sol y el chapuzón

Era mi momento preferido. Sumergida a unos pocos centímetros del oxígeno me encontraba aislada de cualquier adversidad. Allí dentro estaba relajada, calmada, tranquila y feliz. El sonido que producía mi mano al moverse en contra de la fuerza del agua era fantástico. Sentía que los rayos del sol travesaban la pequeña superficie para encontrarse con mi deslizante piel. Incluso si paraba a escuchar, podía recordar la melodía que estaba sonando en el tocadiscos. Durante unos minutos me gustaba dejar la mente en blanco y flotar en aquél diminuto espacio.

Después de un buen rato, acababa aclarándome el jabón de los pies.
Siempre me ha gustado recordar los chapuzones que solía darme en la piscina de casa los abuelos en Sainte Marguerite sur Mer cuando tenía ocho años. Luego iba con Cristina, mi prima que era tres meses y dos días mayor que yo, al congelador para coger nuestros helados preferidos: un polo de fresa y limón.

Cuando ya había acabado de vestirme y encenderme el cigarrillo, recibí una llamada. ¡Al fin era la llamada tan esperada! Sinceramente, me decepcionó un poco el motivo de dicha llamada, pero luego pensándolo fríamente encontré el gustillo que le podría sacar a tal actividad. Pensé que la llamada sería un premio: unas vacaciones con todo incluido a Puerto Escondido, en México, pero resultó no ser así. Debía de ayudar a mis padres a limpiar el desván. Eso significaba que tendría que pasar largas horas de sufrimiento. El desván de casa no se había limpiado desde que decidí iniciar mis propias aventuras, hace ya unos diez años.
Lo que más pereza me daba era tener que decidir qué cosas me llevaría. Me solía costar bastante desprenderme de los abundantes recuerdos que reposaban en aquellos armarios, estanterías, cajas... Por otro lado, volvería a encontrarme. Volvería a descubrir aquella maravillosa realidad paralela donde el tiempo se para, no tiene valor, ni sentido alguno. Olores, sonidos, sabores, colores, melodías, texturas, pensamientos, y un sin fin más de sensaciones me bombardearían continuamente.
Era domingo por la tarde, así que podía disfrutar de una tarde tranquila con Adrienne en nuestra cafetería favorita: Un chien andalou. El propietario de ésta era un fanático del surrealismo y del arte en general, por eso Joé bautizó la cafetería con tal nombre. Solíamos ir con frecuencia a ese pintoresco local, no sólo por la agradable compañía y los deliciosos cafés que Joé nos servía, sino que además podíamos curiosear las diferentes obras, que estaban dispuestas en las distintas paredes de la cafetería, de  pintores amateurs, entre ellos el mismo Joé. El ambiente que se respiraba en ese local no era lo único que nos atraía hacia él. Estar allí nos producía una sensación de placer y magia. Era algo que sólo unos pocos privilegiados teníamos el honor de percibir. 

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