martes, 6 de marzo de 2012

Viajes hacia ninguna parte

Eran las 7:01 am  y aún faltaban 59 minutos para que sonase el despertador. Siempre había sido uno de mis placeres preferidos: rebozarme entre las sábanas un buen rato.
Ese mismo día tenía una lista interminable de "cosas que hacer". Normalmente volvía a darme la vuelta para no ver como iban pasando los minutos, pero ese día fue distinto. Había algo en mi que no me dejaba volver a cerrar los ojos y continuar con mi sueño. Incluso esa noche fue distinta.
Cuando era pequeña solía soñar con frecuencia y lo que más me gustaba era poder acordarme de ellos para así llegar a mis propias conclusiones, pero con los años fui perdiendo esa habilidad. ¡Ya no soñaba!
Mi grado de frustación fue indefinido porque había perdido un mundo paralelo y desconocido, donde todo era válido y donde nada ni nadie podía interferir (ni yo misma). Así que con el tiempo empecé a centrarme en otras cosas. Me aficioné a la literatura y a la música ya que eran  la única forma de reencontrarme con aquel mundo que tanto extrañaba.
Esa noche, después de tantos años volví a soñar. Era un sueño muy abstracto y muy confuso. Supongo que la pérdida de práctica hizo que no supiese afrontarlo. Por más que lo intenté, esa mañana ya no pude continuar durmiendo y esa lista de "cosas que hacer" quedó aparcada en mi mesita. El sueño rompió mi habitual rutina, mis habituales placeres y casualidades. Me concomió durante todo el día y no sólo ése, sino todos los que le siguieron.
Cogí el primer bus sin ninguna finalidad. Me senté al lado de la ventana porque era más fácil poder ver todo aquello que rodeaba mi ciudad: los árboles habían dejado de tener hojas para esperar florecer y llenar las calles de intensos colores y olores. El viento sólo recogía la suciedad que la gente acumulaba en cada esquina de París. Vi pasar un tren y me pregunté hacia dónde debía llegar, quién habría en el penúltimo vagón y si habría alguien que esa misma noche había recuperado uno de sus mayores placeres.
El autobús siempre ha sido uno de mis transportes favoritos. ¡Es una caja de sorpresas, nunca sabes con que espécimen puedes encontrarte! Durante todo el trayecto fueron entrando y saliendo infinidades de personas, pero hubo una que me llamó especialmente la atención. Miraba muy fijamente a través del cristal, observando cada detalle y cada imperfección del paisaje. De vez en cuando iba consultando el reloj, pero parecía que no le importase demasiado llegar tarde a su destino. Llevaba unas gafas de sol que me impedían poder ver su rostro con totalidad y eso me inquietaba.
También me pregunté si sería de esas personas que le gusta poner primero la leche y luego el café (sin cucharita en la taza) o si prefería comer en primer lugar el relleno de los canelones y más tarde la pasta.
Al final el bus llegó a su destino, la última parada. No sabía donde estaba, aunque no me preocupaba. París es tan grande que a veces asusta. Tiene más de dos millones de habitantes y yo, que podría ser la tercera o la 4.045 parisina, me encuentro en este siniestro lugar. Aún así, prefiero reservar mis primeros prejuicios y adentrarme entre las callejuelas de este anónimo barrio.

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